viernes, 5 de abril de 2013

Confesión de madre.

El pábilo de mi candil llega a su fin. No temo a la muerte, sino al sufrimiento que conlleva llegar al otro lado, al silencio perpetuo, a la nada, a esa nada cargada de frío glacial cual nadie desea volver o desde no se puede regresar: vereda sin retorno. La agonía es lenta y dolorosa: insufrible, pavorosa, pero lo que más me atormenta es saber la eterna y sobrenatural congoja y amargura que dejaré a los míos, a mis seres queridos, sobre todo a mis hijos: lo son de mis propias entrañas, son parte de mi vida, de mi ser, de mi todo. Pero no debéis temer –aunque sé que es fácil de decir pero difícil e imposible de cumplir– no lloréis por mí porque me llevo mucho, muchísimo: concederme sólo un supremo deseo, no me olvidéis jamás, porque allá donde esté vuestra madre, nunca os olvidará y andará siempre predispuesta a asiros de la mano y guiaros por el sendero de la felicidad autentica y universal. Vuestro cariño colma todo mi ser, os amo tanto que apenas puedo respirar ni alentar mi pecho traspasado por la saeta indolora de amor de madre: amor y fuego eterno. Porque no me cabe ni un atisbo, ni un resquicio de cualquier tipo de vivencia que no sea compartida junto a vosotros, que sois ni más ni menos que mi propio yo. Vivid, reíd, soñad y sed felices, traspasad el umbral y acudir al mundo de los sueños y la fantasía donde cualquier tipo de evento es posible: allí me vais a encontrar.

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