viernes, 14 de agosto de 2009

La Bruja Corina

INTROCUCCIÓN DE LA TRILOGÍA



En la trilogía de La bruja Corina, se desbroza la selva de la imaginación, construída única y exclusivamente para el placer de los lectores. Se trata de un planteamiento único por el universo paralelo que trasciende de lo cotidiano y construye un mundo nuevo, apto para la ficción no manida ni repetitiva, sino original y creativa, que ahonda en los deseos no satisfechos del alma humana.


Todo se manifiesta con su propia lógica, exento de los materialismos y zafiedades de nuestra realidad palpable, fuente de muchos de los elementos negativos que se entreven en la narración.


En La Esperanza del nombramiento, asistimos al crecimiento y aprendizaje de Corina y, tras su viaje, a la superación de los problemas de quien aspira a mejorar el laberinto de la incomprensión, de la maldad; nos encontramos así con el triunfo de lo bello, de lo inopinado, de la bondad. En ese sentido, la bruja Corina es lo más alejado de lo que se entiende por tal y se lanza a su perfeccionamiento tal y como se ve también en los otros libros de la trilogía.


En La fuente de la energía, se acrecienta el poder de la protagonista y asistimos a la regeneración benéfica de la luz (como ocurre en la imagen de la divinidad contenida en el Cábala). Esto se relaciona con el poder vivificador de la luna creciente y con las pócimas positivas, que, no obstante, no consiguen acabar con la maldad, representada en este caso por los hombres autómatas que salen de vainas como si estuvieran prefabricados. La vida, así, se constituye en un problema, pero con solución como demuestra en el último libro.


En La Diosa de la Naturaleza termina la historia con un canto ilusionado, como en Los trabajos de Persiles y Sigismunda de Cervantes. Una inquietud malsana desquicia a Korco y se vuelve negativo. Pero siempre hay una salida, una ruptura que lleva a situaciones más felices: es la propia Corina trasformada cada vez más en salvadora permanente, la que echa sobre sus espaldas los anhelos de pureza y a través de rituales como los de ir al Sol. Ella se constituye en elemento preciso y precioso para que el universo funcione y para que se limpien los establos de nuestra alma. El lector sale beneficiado porque se trata también de un Camino de perfección, como el que propusiera Santa Teresa.


En suma, son libros no exentos de contradicciones en el uso de la técnica, que, a la vez, es enriquecedora, como ya advertí en el prólogo de El nombramiento: la extensión contrasta con la condensación y complejidad de la trama, la sencillez general del lenguaje con las descripciones preciosistas. Nuevas situaciones y efectos van abriendo nuestra capacidad de asimilar, dirigiéndose con la inexorabilidad del sueño al cumplimiento de los deseos.


Conviene matizar el hecho de que sean libros juveniles o pueriles, porque ni la historia es tan sencilla, ni se desenvuelve de manera lineal, con escenas inocentes: el sufrimiento, la riqueza psicológica de la protagonista, el enfrentamiento maniqueo como raíz profunda del alma humana son aspectos entendibles más por un adulto que por un niño.


No obstante, se va descubriendo un universo imaginario como el niño o el joven inocente que descubre la verdad día a día. Pero es la imaginación del adulto la que sale ganando y es este el que encuentra solución a sus problemas y necesidades. Niño y adulto, lo desconocido y lo admitido, la ficción y la realidad concluyente a través del laberinto onírico, que proporciona las bases de la existencia humana. Hay veces que los cuentos no sólo tienen el valor del provecho que podemos obtener de la narración, sino el del mensaje presupuesto, escondido por la fuerza ilocutoria, por los pliegues de su yo profundo. Este es el caso de las novelas que nos ocupan y que, por tanto, se escapan de la mera categorización como literatura evasiva o de divertimento.

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